jueves, 5 de noviembre de 2020

Aún quedan orangutanes por Borneo

 

 

En algún lugar de una selva de Borneo una madre ha seguido encontrando refugio para proteger la vida de su cría. Donde un macho se encaró a unas grúas taladoras de su selva, esa hembra intenta seguir a lo suyo, en la hermosa, costosa y difícil tarea de sacar adelante a la prole. Los genes de especie son egoístas y se empeñan en seguir las reglas. Qué fácil sería para esa hembra olvidarse pronto de un retoño que se vale por sí mismo para buscarse la vida, para huir de posibles predadores, menos fuertes que el humano (esos, aun especulando, necesitan otras recetas). En unos días fuera problema y a seguir a lo suyo. Pero la evolución de la genética, aun no determinándolo todo, se empeña en ser testadura y dejar sus reglas a fuego. No le pidas a una madre que abandone a su bebé de dos años. Tampoco a esa madre, si es orangutana. Tampoco esa orangutana podrá desentenderse si tiene seis. Fácilmente su cría estará a su cargo hasta los siete años, si no a los diez. El tiempo, como siempre, marca las reglas. Mucho que aprender por la gran biodiversidad de altos árboles de copa copiosa en la selva de Borneo. Pero siempre estuvo bien. Nadie dio nunca demasiados problemas. Tal vez por eso, o por otras tantas razones, nosotros, como siempre, empeñados en grandes riquezas económicas que no entienden de externalización de coste, entendimos por aquellos lares, que la plantación de Palma aceitera era un buen negocio. La tercera isla más grande del mundo, tan despoblada, era un gran lugar para talar. Talar, talar y replantar. Esos árboles de decenas de metros de perímetro de grosor podían darnos cosas tan bonicas como pulpa para hacer papel. En mi instituto, si lo calculo, según me ha dicho un amigo que lo calculó por mí, puede que en nuestros millones de folios consumidos al año, devoremos varias centenas de árboles al año. No está mal para un pequeño rincón del sur de Europa…extrapolamos???

Nocilla decidió no seguir usando Aceite de palma, no así Nutela. No conozco la letra pequeña, pero este pequeño gesto, de ser cierto, debiera de bastarnos para consumir una y no otra, y así, tal vez, extrapolamos de nuevo para premiar al que se responsabiliza en su producción mientras el resto lo hacemos en el consumo. Aún, qué duda cabe, estamos muy lejos d eso, pero el camino va por ahí. Queramos o no. Mientras debato, conmigo mismo, entre el postureo de ver documentales de Attenborough que me sacan una lagrimilla o no, mi huella ecológica no es, probablemente, más pequeña que la tuya. Pero debería de empezar a serlo.

El mundo se la juega, ya sea en forma de unos animales prodigiosos que rozan la extinción en su pérdida del 80% de su hábitat en las últimas décadas, o en cualquier otro ejemplo que queramos coger, aunque no sea tan majestuosos como una orangutana mostrándole a su hijo durante una década a cómo sobrevivir.

Dos años sin salir de su regazo, recuerda demasiado a los nuestros como para ignorarlo. La selva pierde terreno mientras los de la BBC vienen con sus cámaras a crear conciencia en un mundo que pareció olvidarla. Algunos no desisten, me digo. Tal vez ese sea el cometido, dar la brasa, contagiarnos del amor por un simple orangután. ¿Y después qué? ¿Qué cambio para que deje de ser? En la rueda, el mundo nos aplasta, cada día, para seguir consiguiendo que todo siga igual. Un aliento de toma de conciencia me hace gritar basta. Un tímido basta que se reproduce desde una esquina conformista del primer mundo. Tímido basta que muestra su eco entre las aulas de un instituto contaminado de pandemia que olvidó lo poco que sabía de mirar a la naturaleza. Se pierde Borneo, como anécdota. Como ejemplo entre tantos ejemplos, pero con el vestigio de una especie que nos golpea, al conocerla. Nadie quiere perder, por siempre, para siempre, a los orangutanes. Pero nadie hace nada por evitarlo.

Tal vez, sin saber mucho del modo de cómo, va llegando la hora de planteárselo. Esta vez, algo más en serio.

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