Voló como Lucy en el cielo con Diamantes, como un mal viaje de LSD aquella
bala que hizo retumbar la fachada del Edificio Dakota en la esquina de la 72th Street,
tan cerca del que después sería un pequeño templo para la paz. Porque a la paz
creímos cantar desde 1970, con más fuerza, cada vez, desde el 80. Y aquel himno
seguirá inundando los patios de los colegios y de los institutos de todo el
mundo, cada 30 de enero, como coros
infantiles bien afinados que desean una Feliz
navidad donde la paz, después de que la Guerra se acaba, vuelva a adueñarse
de todo.
Cayó John al menos con tantas canciones pendientes de regalarnos como
las que sí nos dio. Cayó, atravesado por la bala de un ser de cuyo nombre no
cabe acordarse, una leyenda, para levantarse un mito. Cayó el mortal convertido
para siempre en inmortal en el gélido suelo de aquella calle invernal de Nueva
York. Y sus coros, sus voces duplicadas, sus reverbs, sus suaves melodías
psicodélicas, su incorformismo, su histrionismo, su intelectualidad, se
genialidad seguirían marcando la vida de muchos. Muchísimos, aun incluso la de
todos los que aún no habíamos nacido pero que algún día quisimos creer que todo
lo que Necesitábamos era amor, que
todo lo que teníamos que hacer era Darle
una oportunidad a la paz.
Y luego están los que tendrían que
hacernos caer que sus histrionismos alejaban su imagen, tan cuidada, de ser lo
que queríamos creer. Que su trato hacia el personal que trabajaba para él, o
aquellos improperios de superioridad que espetaba en forma de aplausos a un
público del que se mofaba, el trato hacia su primera mujer en público, o el
odio que pudo verter incluso hacia su mayor compañero y rival en forma de
canción, no hacían de Lennon aquel modelo ejemplar que apelaba por un mundo de
paz. Tampoco el canto continuo al más puro amor y la venta de este en la
persona de su musa Yoko eran acordes con sus huidas, abandonos, infidelidades o
el olvido de su primer hijo.
Pero, como tanto ocurre cuando
queramos elevar al olimpo de los dioses a simples mortales, ni tan santo, ni
tan diablo. Genialidad, eso sí, le sobraba como para enterrar a una infinita
imaginaria cola de aspirantes que durante medio siglo después quisiese
arrebatarle el puesto.
Murió un 8 de diciembre de forma
injusta, paralizando a un mundo que no podía comprender que quien,
acertadamente o no, era considerado el mayor embajador de la paz fuese
acribillado saliendo de su casa, simplemente, porque sí. Y entonces, en esa
historia tan de libro, tan de película como fue la de los Beatles y finalmente
la de John, con su muerte vendrían también toda serie de confabulaciones que
implicaran a J.D. Salinger, la CIA y vete tú a saber qué. Cierto es que,
queramos creerlas o no, no fue en la primera mitad de los 70 un hueso fácil de
roer para los gobiernos yankees. La capacidad de movilización con sus campañas
resultaban impresionantes y en ese contexto es fácil creer que tras cinco años
de silencio y el anuncio de su vuelta con su último disco Double Fantasy
algunos poderosos se pusiesen nerviosos. Puede que sí, puede que no, pero de un
modo u otro la puerta de las conspiraciones quedaba por siempre abierta con su
muerte.
No recuerdo si fue este hecho el
que me hiciera leer en el ebook por segunda vez el Guardián entre el Centeno,
en esta ocasión en inglés las semanas que anduve por NY. Lo cierto es que eso
hacía los días que visité Strawberry Fields, un pequeño lugar de peregrinaje
tan fácil de ser tildado como lugar mágico cargado de paz, como tierra de
frikies. Puede que los dos sean un poco verdad. Pero el caso es que me resultó
imposible no verter alguna lágrima cuando estuve por allí guitarra a la
espalda. Pequeñas memorias de quien sin querer en la mitomanía siempre vio en
Lennon al artista más grande jamás he conocido.
Murió hoy hace cuarenta años la Morsa. Aquel que pedía Ayuda para hacer una Revolución Porque la Felicidad es una cálida pistola y hay que viajar A través del Universo para llegar a Un
campo de Fresas En mi vida. Mirando las ruedas aquel Hermoso chico Imagina Un
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