domingo, 27 de septiembre de 2015

Aye-aye



Con su largo, delgado y anguloso tercer dedo, en la oscuridad de la noche, encaramado sobre las alturas de algún árbol va dando pequeños golpecitos en la madera y poniendo la oreja. Cual director de orquesta discrimina cada sonido que haya de darle la información precisa. En el eco del sonido interpreta nuestro amigo dónde se encuentra el botín…y lo apresa. 

No se trata de un pájaro carpintero, pues nuestro amigo es más primo que amigo, aunque eso sí, pequeño, de ojos saltones, pelos desordenados, orejas grandes, pelaje negro y morro blanquecino…el Aye-aye es uno de los seres más extraños que se pueden encontrar. Primate endémico de la isla de Madagascar trata de ganarle la partida a la presión evolutiva, acrecentada, como casi siempre, por la infinita expansión del ser humano.

Pareció vivir sus días más infelices por la década de los sesenta del siglo pasado y ahora, habiendo tomado algo de conciencia nuestra especie, parece que el Aye-aye se va recuperando poco a poco. Reconforta saber cuántas veces que nos lo proponemos conseguimos deshacer los entuertos que previamente cometemos…un motivo para la esperanza quizás.

Nuestro amigo, el feo primate, debe soportar por sus extrañas costumbres las supersticiones de los lugareños, los malgalache, que aseguran que si éste te señala con el dedo, la muerte viene de camino….al menos esta superstición tiende a alejarnos más de ellos, cosa siempre beneficiosa para ambos

martes, 15 de septiembre de 2015

Podría darse el caso



Podría darse el caso de que tú, tal vez tú, al igual que tantos otros millones de seres humanos vivientes prefieras mirar hacia otro lado. No ya de las injusticias que rigen el mundo. No ya del hambre. No ya de la pobreza y la miseria, sino de tu propia existencia. A decir más: de la fugacidad de tu propia existencia. Duele reconocerlo, duele intuirlo, duele olerlo. Duele pensarlo. Por eso mejor apagar las máquinas y seguir de largo. Rumbo de crucero, ojos tapados como caballos y a seguir viviendo, o malviviendo. Y no culpo a nadie por elegir esa opción. No se puede culpar a nadie por elegir huir del dolor. Del dolor caústico y sin cura que da enfrentarse con el fin de nuestra propia existencia. Y no hay cura. No hay cura porque nada se puede hacer para remediarlo. Si acaso hay drogas. Drogas que nublen la mente, que la engañen y le hagan creer otras cosas que no son ciertas o que, en cualquier caso, resultan poco verosímiles, por eso, mejor no pensar. ¿Y qué propones? Podría sugerir alguien llegados a este punto. ¿Acaso hay algo que proponer? Allá cada cual con su existencia. Yo, hace ya demasiados años que se me hizo irremediable tener que convivir con dicha evidencia y lo mejor que he podido llegar a alcanzar es tratar, de algún modo, asimilarlo. Pero no es tarea fácil. Pero sí imprescindible. Imprescindible porque colocar toda la realidad en su correcta perspectiva nos invita a no sobrepasarnos con las dosis de autoengaños. Sí, lo entiendo, lo comprendo y hasta en cierto modo lo comparto, nuestra debilidad y el arrastre tsunámico de esta sociedad ficticia nos lleva a necesitar, continuamente, estas dosis de irrealidad pero, no dejar de ver la crudeza absoluta que nos brinda la sombra de la dama de la guadaña, bien gestionado, bien llevado, nos lleva, aunque sea por un instante, a ponerlo todo en cuarentena, a dotarlo de la realidad más surrealista para que no perdamos el norte, que es el sur, en este mundo al revés y podamos seguir sorbiendo a traguitos pequeños este regalo que es la vida de la copa de la lucidez.

Podría darse el caso

lunes, 7 de septiembre de 2015

Concienciación vs Cinismo



Poco más duro se puede ver que un niño que yace sin vida sobre la arena de una playa. Parece que ha sido la lección de esta semana para este mundo occidental que tanto se esfuerza en cubrirse de cera y que todo le resbale, pero hay cosas que claman el cielo. No, por ahí no paso, tengo que mirar. Ahora sí. No por nada, sino porque sin saber muy bien por qué esta imagen se ha  apoderado de los extraños mecanismos que rigen mis sentimientos y me dirigen sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Es un pellizco en el corazón que me hace llorar. No hay otra forma de describirlo. Necesito mirar para otro lado, pero, quizás, todavía no puedo. Es demasiado duro como para ignorarlo. De alguna manera tengo que llorar su muerte, si no puede que directamente deje de ser un ser humano.
Algo así habrán experimentado las conciencias de muchos hombres y mujeres occidentales. Y esto, no es malo, es más bien bueno, pues demuestra que existe empatía. Una empatía que pensábamos aniquilada y que, sin embargo, pudiera ser que solo estaba absolutamente narcotizada. El problema es que nadie nos puede prometer que mañana vuelva la narcotización a nuestras conciencias. Por tanto, las cosas deben de tomar la importancia que tienen en su justa medida. Me explico. Una imagen de un niño muerto con toda la infinita crudeza que conlleva, golpea ensordecedoramente a toda una sociedad. La onda expansiva de dicho golpe acarrea una serie de buenos propósitos que comienzan a transformarse en líneas de proyectos solidarias por tal o cual ciudad. Locutores archifamosos de radio empiezan a preguntarse si la muerte de este niño no será un antes y un después, por lo cual pudiera ser que el niño sea un héroe. Ok. Parad, parad, parad. Quietos un momento. Porque en este caso la línea que separa la solidaridad, la empatía y la concienciación con el sensacionalismo, el postureo y lo cínica hipocresía es tremendamente delgada y difusa por lo cual, hay que andarse con cuidado. Queramos o no queramos es muy hipócrita que la sociedad se consterne a estos niveles cuando la realidad es que, por desgracia, imágenes como la del niño sirio acontecen fuera de nuestras retinas a cada hora, a cada minuto de cada día. De cada semana. Todos los años. Y todas las demás veces queremos creer que no existen. ¿Por qué ahora no? Pues porque el ser humano funciona de ese modo y, muy especialmente, en esta sociedad mercantilista del pellizco emocional. Cada vez que muere un niño dentro de nuestras fronteras o dentro de las fronteras de países amigos(especialmente EEUU) bajo circunstancias dramáticas todos lloramos y nos sentimos destrozados porque nos presentan las fotos de aquel pequeño con su guante de béisbol y jugando en el columpio con su hermana. Nos cuentan los cereales que comía y cuál eran sus dibujitos favoritos para que, acto seguido, relaten los agonizantes últimos días que tuvo tras el rapto de aquel desquiciado psicópata y todos lloramos. Normal. Seríamos muy asquerosamente asquerosos si no lo hiciéramos. La cosa es que pareciera que olvidamos que el hecho de que tanto nos duela esa historia se debe al hecho de que nos la han vendido, la han introducido, lo han hecho de nuestra familia. Hemos empatizado. Por lo cual es terriblemente hipócrita y desolador que todo el dolor que recorre el mundo nos tenga indiferente todo el tiempo.Ok. No nos fustiguemos por ello, o al menos, no demasiado, si empatizáramos con todo el dolor que hay en el mundo no duraríamos un día sin volarnos la tapa de los sesos. Pero yo, que últimamente soy muy del punto medio, creo que debe de existir un equilibrio. Debemos, para no enfermar, saber gestionar el dolor que existe en el mundo, pero ignorarlo... Ignorarlo no puede ser la solución. Ahora aparece esta imagen y consigue que nos sintamos como cuando aquel niño americano, y esto nos descoloca, porque no solemos sentirnos así con “esta gente”. Pero es que esto, esto es demasiado. Entonces, comienza toda la parafernalia. Medios, locutores, frases, clichés, solemnidad. Hipocresía. Delgada línea con la que andar con sumo cuidado. Celebro enormemente que la viralización de esta imagen tan desoladora sirva para remover conciencia, pero estoy obligado a poner en cuarentena cualquier esperanza. Cuestión de aprendizaje.

Este artículo quedó en stop el viernes pasado y ahora lo retomo. Curiosamente, solo con el fin de semana de por medio, hace que el asunto vaya adquiriendo otras perspectivas. De momento, parece cierto que hay un propósito por parte de las distintos países de tomarse el asunto en serio, aunque ya comenzamos a ver cómo unos escurren el bulto, hablan de la imposibilidad de acoger a tantos, etc.etc. Personalmente, se me antoja tremendamente factible poder dar cabida a tantísimos refugiados. No me asusta el efecto llamada, porque tengo bastante claro que no hay peor efecto llamada que este mundo donde la desigualdad creciente no parece tener pensado detenerse. No me asusta porque estoy convencido de que la solidaridad es la ternura de los pueblos y una oportunidad para demostrarnos que algo de esto aún queda en nosotros…Sin embargo, los creadores de opinión van ya regalando sus consignas para hacer que el ciudadano medio, tan acostumbrado a rebuznar lo que le ponen por delante, comience a inquietarse sensiblemente ante la posibilidad de tener a unos sirios de vecinos….eso sí, mañana volverá a ponerse muy digno cuando otra vez la desgracia, convertida en valla publicitaria, sea presentada en el salón de su casa. A la hora de comer