A Alexa la trajo a casa Papá Noel. La verdad es que fue un
regalo sorprendente e imprevisto, así como tomado con cierto rechazo, pues ese
rollo de hablarle a un asistente virtual se me antojaba tan innecesario como
ridículo. Sin embargo, Alexa te ponía música y las noticias, así que pronto
acabó encontrando un hueco en el hogar. Especialmente relevante se tornó el
hueco cuando, vuelta al cole tras el parón vacacional, Alexa acompañaba mi café
con sus noticias resúmenes made in La Sexta. Y esas noticias, de primeros de
enero, parecieron ponerse de acuerdo en lo de ser monotemáticas y Wuhan parecía
la capital de España y a allí siempre el café de las 7:20 me llevaba para hablar
de la neumonía bilateral provocada por ese nuevo SARS. No sonaba muy
tranquilizador pero, para los que estábamos vacunados de alarmismos vía OMS que
se nos antojaban como cortinas de humo o spot de ventas de vacunas, Wuhan y sus
muertos parecían, a principios de año, demasiado lejos e irreales como para
preocuparnos por ello. Pero Alexa insistía y, supongo, que con ella, el resto
de las noticias que no veía. Antes de aterrizar febrero Coronavirus se
postulaba, ya tan pronto, en ser la palabra del año. Pero lejos. Algo menos
lejos cuando llegó a Italia. Pero suficientemente lejos como para tratar de
tranquilizar a un alumnado al tiempo que se le reprendía por sus atisbos
xenofóbicos contra la comunidad china.
Pero Italia, pronto, empezó a pintar otra realidad y a Alexa
ahora la acompañaban insistentes búsquedas en el Google para actualizar
pormenorizadamente recuentos de contagios y muertos. Esa manía nos acompañó a
muchos hasta final de año…y lo que queda. El Coronavirus pasaba de ser un
invento, un resfriado, a "un pequeño grano en el culo que veremos a ver con la
alarma social que está generando cómo acaba". Pero nos fuimos a Londres, antes
de llegar marzo y nos reíamos de los que usaban mascarillas. A la vuelta, casi
en el tiempo de descuento todo se aceleró de forma exponencial y ante las
primeras palabras del Presidente de “vienen semanas duras” una mala noche me
hacía estremecerme en la cama como vaticinado lo que venía . Por entonces supe que el concierto que tanto
deseaba para mitad de marzo de los Cat Empire en Madrid se tornaba un
imposible, aunque aún tratase de quitar alarmismo a un alumnado viendo las
edades de los muertos y las cifras de las muertes anuales por gripe. Pero yo
también erré. Como casi todos.
Después el confinamiento a todos nos puso a prueba, desde
miles de distintos prismas, y cada cual lo vivimos de una manera única e intransferible
que nos acompañará como recuerdo, experiencia, anécdota que contar a los nietos
y días de hastío, preocupación e impotencia. Todos vimos cómo en un abrir y
cerrar de ojos podíamos pasar de los mejores memes a la mejor de las
solidaridades para, en el mismo lapso de tiempo pasar del odio, a la conspiración
y el juicio al vecino.
Admitimos que había que usar la ridiculizada mascarilla,
aunque supusiese el fin de nuestra vida conocida, y creíamos que los derechos
de los más pequeños no tenían sentido si ponían en riesgo los míos. Entre
canciones, balcones, aplausos, videollamadas, panes y pasteles, todo a
distancia, alcohol, gel hidroalcohólico, redes sociales, puzzles y TV, el año se
paró por muchas semanas. A los aplausos les sobrevino los pitos, las caceroladas,
los barrios de Salamanca y, por fin, un aliento de libertad que a algunos nos
supo a gloria. Todo, desescalando, también pareció acelararse. Tanto se aceleró
que, siempre mirando a los datos, creíamos que, aún sin querer creerlo o
admitirlo, todo volvía, en cierto modo, donde antes. El verano y sus calores
nos dio a muchos un soplo de aire fresco. A otros les envalentonó para alzar la
voz de que todo era mentira. Mentiras de Bill Gates, el 5G, Bosé, las
mascarillas, el dióxido de cloro y la OMS. Cobraron su protagonismo, cuando los
datos no alarmaban, pero los datos de los muertos son tozudos, callan voces y
decidieron volver. Para entonces nada podía hacernos no hablar de una segunda
ola y España, otra vez, pareció querer ser la pionera. Llegaba septiembre y
todos las voces auguraban que todo sería peor de todo lo malo que podría ser.
Pero este virus casi como único regalo ha querido darnos niños poco vulnerables
y poco contagiosos. Todas las voces que a finales de verano señalaban, con más
razón que un santo, que la falta de inversión en educación no la dejaba preparada, se acabaron estrellando con unos datos que han parecido perdonar a
un colectivo que diariamente convivía en espacios cerrados, ventilados con más
o menos ingenio y con ratios lejos de lo deseable. El virus no se cebó en los
centros educativos por el bien de todos.
Esto demostraba que el poder de la mascarilla parecía más
grande del que le podíamos presuponer. Sin embargo, sin saber muy bien de dónde
y por qué, el virus seguía campando a sus anchas. Lloviendo sobre mojado,
alargándose en un tiempo que a la sociedad exasperaba. Los signos de problemas
mentales ya eran evidentes y, el sálvese quien pueda justificaba los argumentos
de cada cual. Haciendo malabares buscando el equilibrio cada cual lo ha llevado
como ha podido. Cada cual tiene sus razones que los demás parecen no entender.
La vacuna, el penúltimo soplo de aliento a un año de
preocupación, para relax del pueblo y los mercados. Dudas de su celeridad y
aprendizajes, una vez más, exprés sobre la ciencia elemental de la vacunación y
sus nuevas técnicas. Incorporando decenas de palabras y costumbres a nuestro vocabulario, la sociedad
cansada que empieza una navidad y termina un año quiere vivir sin un miedo que
la lastra y del que le resulta imposible deshacerse mientras las cifras y las
nuevas cepas no pongan de su lado.
Maldito 2020, acuerdan todos, mientras que algunos sentimos
que poder seguir aquí para contarlo es suficiente motivo como para no
detestarlo del todo.
Sin embargo, brindaremos estos días, porque el nuevo año se
lleve al virus bien lejos y nos devuelva esa vida, que empezamos a temer, no
saber reconocer cuando vuelva a nuestras manos.