Como a Jose María Aznar nadie le debía decir cuántas copas
tenía que beber o dejar de beber, Rajoy decidió apoyarlo gritando aquello de: “Viva
el Vino” así que, por una vez, me tocó estar de acuerdo con el candidato
Mariano. Y mira que algunos años atrás no
cambiaba una litrona de Alhambra por un Marqués de Cáceres de Reserva, menos
mal que pronto los sabios de la familia, que son aquellos sibaritas que, por su
edad, gozaron de manjares que aún te resultaban ajenos, decidieron una buena
noche de Nochebuena mostrar los placeres de combinar exquisiteces: “toma, dale
un bocaito pequeño a este queso de primera, ahora saborea este sorbo de vino.
Retenlo en la boca. Vuelve a tomar queso, vuelve a tomar vino…” y así, poco
tardé en darme cuenta de que eso de la uva pisada, así sola, que no mezclada
con la fanta y la coca cola, también tenían su punto; de hecho, su puntazo.
Acepté aquella señal como rasgo inequívoco de que me iba haciendo mayor. El
calimotxo que nos quisieron vender los amigos de la capital y más al norte fue
desenmascarado; la estafa quedó patente y nos prometimos disfrutar de las
botellas (siempre medio llenas) de cristal y sin mezclar.
Así el tiempo seguía pasando y poquito a poco siempre que
nos era posible compartíamos una botella cuyo precio lentamente, si podía, se
iba elevando para , a día de hoy, aún sin saber casi nada, haber saboreado unas
cuantas y hablar como si medio entendiéramos. Pero, la etiqueta es algo muy
secundario. También lo son si caben, los sabores. Porque realmente la magia del
vino está por encima de todo en compartirlo alrededor de una mesa con familia,
o con amigos…o con amigos que son familia, o con amigos y familia. O también,
porque no, con perfectos desconocidos de esos que pasen a ser amigos. La
fórmula da igual, siempre que haya buena gente y buena comida en la mesa.
Siempre que se genere esa atmósfera tan especial tan de película. Y así pasó
que un día, hace ya muchos días, que ese joven yo que acababa de empezar a
apreciar el vino embotellado, fue con su chica y su compañero de piso a una
estrellita escondida, pequeñita pero firme, de ese universo que se llamó
Granada, para saborear entre risas, buenas charlas, miles de ilusiones de una
inocente juventud que creía saberlo todo, sabiendo que no sabía nada. Y así fue
como esas tres personas encumbraron al olimpo de los vinos a un tal Don Paulo,
cual si fuera un Vega Sicilia. Aquel Don Paulo me dice google hoy, que vale
1,69 en Carrefour, pero a nosotros nos alegró aquella noche, y unas cuantas más
después…por aquella atmósfera que vivimos de la cual, si bien el vino no era el
artífice, si era el vehículo, el vínculo, el referente, el denominador común
quizás. Por eso, tal vez, Rajoy, aquella vez(y solo aquella vez) llevara razón:
Viva el Vino!!!
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