"Una serendipia es un descubrimiento afortunado, valioso e inesperado
que se produce de manera accidental, casual o por destino, o cuando se está
buscando una cosa distinta. También puede referirse a la habilidad de un sujeto
para reconocer que ha hecho un descubrimiento importante aunque no tenga
relación con lo que busca”
Pronto harán 30 años que mi padre
murió. Poco antes, yo cumpliré 37 añazos, por lo que sí, desde que tengo 7 años
vivo sin su presencia. Esto a día de hoy, está, obviamente, bastante superado,
y también trabajado, aunque no siempre fue fácil del todo. Yo por aquellos
años, supongo que casi como cualquier pequeño de esa edad, tiraba bastante pá
mi progenitor masculino. Era casi obsesivo, me gustaba sentirlo, rascarle la
barba mientras me sentaba en su regazo, en fin, cosas de niños y de padres, entonces, claro está, fue duro afrontar su ausencia, entre otras cosas porque nunca es
fácil afrontar ausencias tan presentes, y menos aún, cuando aún eres demasiado
pequeño como para entender que la vida pueda tener reservada mazazos por el estilo.
Lejos del dramatismo me mantengo a estas alturas, pues no es esta mi intención,
simplemente aclarar que tuve que acostumbrarme a vivir sin mi padre, a pesar de
que aparecía prácticamente cada noche para esfumarse cada vez que me
despertaba. Tuve que acostumbrarme, a pesar de que fui cumpliendo años y echaba
de menos mantener ciertas charlas que yo imaginaba que me podían ser muy útiles
para los quehaceres y supervivencia diaria de un preadolescente. Pero no, tuve
que acostumbrarme porque más pronto que tarde me tocó aprender que no volvería.
Así que, de algún modo, lo acabé enterrando, a pesar de que no quería, me llegó
a resultar mucho menos doloroso así. Pero
el tiempo pasa, y a veces es conveniente mirar atrás y sanar heridas que,
aunque no mal, no cicatrizaron del todo, y en mi etapa adulta pude ir volviendo
a mirar a aquellos días con más templanza, con dolor, pero más aceptación y
así, poco a poco y gracias a diversos acontecimientos y personas, creo que
aquella herida ha ido mejorando en su sanación.
Hace un puñado de meses veía
Raíces, el remake de la célebre serie que le mostró al mundo, allá por los
setenta, la historia de Kunta Kinte y las generaciones venideras. Es una
miniserie de cuatro capítulos, en la cual se hace bastante hincapié en la
importancia de no olvidar nuestras raíces. Kunta Kinte es arrancado por la
esclavitud de su África natal y llevado a malvivir la mísera vida de un esclavo
en el nuevo continente. A partir de ahí las siguientes generaciones ya son
americanas y el pasado africano va quedando empequeñecido, pero, de algún modo,
sigue vigente esa necesidad de no olvidar de dónde se viene. En el último capítulo
tiene lugar la guerra de Secesión (la guerra civil americana) y tras ella el
fin de la esclavitud, de la cuarta generación tras Kunta Kinte y de la
miniserie. En los momentos que duró la guerra, no me preguntéis muy bien por
qué, no paraba de acordarme de nuestra Guerra Civil, y de las historias que
tanto me contaba uno de mis abuelos, y de las que siempre calló el otro. Así
que, no me preguntéis por qué, como hechizado, al acabar la serie, me dirigí
hacia el mueble de escayola de mi salón que hace las veces de orgullosa biblioteca
familiar, y busqué sabiendo que por allí debía de andar, aquel viejo ejemplar
de Por quién doblan las Campanas de
Hemingway, que algún año atrás había robado previamente del mueble de escayola
orgullo de biblioteca de la casa de mi madre. Aún no me lo había leído y la
historia de mirar atrás que me acababa de presentar Raíces me interpelaba a no
poner más tiempo de por medio. Así que lo encontré y como si fuese un momento
vital importante lo abrí con cariño para, ante mi sorpresa, encontrar en la
primera página del libro la siguiente inscripción: “Este libro pertenece a la
colección de José Luis Rasgado Pérez”, es decir, mi padre. El momento místico
empezó a crecer y como tal quise vivirlo, pasé a la siguiente página y me
encuentro una firma y el nombre de Francisco Rasgado Suárez, es decir, mi
abuelo. Acababa de ver una serie cuyo mensaje principal era sobre la
importancia de no olvidar las raíces y sin saber muy bien por qué me dirijo
hacia un libro que al abrirlo me muestra precisamente eso. Fue un momento muy
especial, y sabía que algo más debía esconder, así que escudriñé con cuidado
cada una de esas páginas convencido de que algo más encontraría y
efectivamente, como de forma milagrosa, una pequeña foto de carnet, arrugada y
casi descolorida, mostraba la imagen de mi padre, muy, muy joven. Desde
entonces, claro está, dicha foto me acompaña en la cartera, dando constancia de
aquella serendipia. Ni que decir tiene
que al día siguiente, o tal vez varios días después le dije a mi hijo Adán, que
ese libro, algún día, sería suyo.
Los días, las semanas y después
los meses fueron pasando y no cumplí al instante la promesa de no poner más
tiempo de por medio a la hora de leerme el libro sobre nuestra Guerra Civil,
así que llegó el verano y un pequeño quistecito sebáceo en la espalda se me
acabó infestando, nada grave, pero sí muy doloroso. Acudí al cirujano para que
hiciese lo que tenía que hacer, que no es otra cosa que una pequeña incisión
para que supure, drene y finalmente sane la herida. Así que, dándome las
instrucciones el atractivo cirujano argentino de aires bohemios, no pude evitar
fijarme en el símbolo de su colgante que, siendo muy parecido al famoso índalo
de los almerienses, no era exactamente igual, ya que se encontraba abierto por
la parte superior. Yo, que soy de naturaleza curiosa y tiendo poco a callarme,
no acierto a entender por qué no le pregunté acerca del significado y origen de
dicho símbolo. Lo que sí sé es que, a las pocas horas, perdiendo el tiempo
moviéndome arriba y abajo del muro del Facebook me encuentro, para mí sorpresa,
con la foto que ha colgado un amigo en la que aparece una bandera de franjas
azul, verde y amarilla y por encima el mismo símbolo, ahora en rojo, que le
había visto unas horas antes al cirujano. No podía ser semejante casualidad…Ahora
sí tocaba preguntar, y mi buen cultivado amigo, me explica que dicho símbolo es
del pueblo Bereber y que representa al hombre libre y feliz. Guauuu!!!! Otra
serendipia pal bolsillo. Así que, como hacía más de diez años que la idea de
tatuarme no la descartaba, pero que, sabiendo que no quería hacerme nada que no
me dijese mucho, entendí esta nueva serendipia como una señal suficiente para
quedar inmortalizada en alguna parte de mi cuerpo. Ya solo tocaba fechar,
y ya que poco después de aquello, por fin empecé a leerme Por quién doblan las campanas, entendí que no sería hasta
terminarme la obra de Hemingway, que la letra Z(AZA) quedase perpetuada en mi
muñeca izquierda como ahora, ya se encuentra, señal inequívoca de que por fin
me leí el aquel libro. Y esta es la historia personal, un tanto mística, tal
vez también algo tonta, que decido compartir con vosotros ya que hace muchos
días que de algún modo la tenía en la cabeza, pero sabía que no podría soltarla
hasta que, por fin, me tatuase. Las casualidades puede que tengan más que
ver con las probabilidades que con otra cosa y, honestamente, nunca he sido
especialmente místico, pero a veces, supongo que es interesante trascender a lo
puramente racional y/o científico para crear un lenguaje personal, unos
símbolos, que perpetúen recuerdos, que tracen un nuevo imaginario que le den
sentido a una historia, aunque solo sea,
para no olvidar.