Frente al espejo. Esta vez, no estoy solo, pero como si lo estuviera. Alguien parco en palabras tal vez por no controlar mi idioma, tal vez porque sí, se entretiene con este lienzo de piel y pelos que es mi cabeza mientras cual mantra en un incesante cántico suenan oraciones ininteligibles del Corán. Soy de Algeciras, y al igual que en muchos otros ámbitos la cultura árabe se adueña de ciertos oficios. Lejos del dramatismo pues, al fin y al cabo, en este caso, son maestros y los varones algecireños comentan su contento con el buenhacer en sus pelados. En mi caso, pelo hay poco y me sorprende más su modo de trabajar la barba. El precio, por si fuese poco, es tremendamente competente. En mi caso, una vez más, me cuesta entender cómo hacer la barba lleva menos de la mitad del dinero, cuando lleva el doble de tiempo. El caso, es que este dejado de la vida, más aún en verano, ve adecentar su aspecto en este ritual cotidiano que se viene sucediendo desde bastante antes de tener uso de razón cuando ya, a mi peluquero de referencia, Cristobal, yo y mi incapacidad de estar quieto lo traían por la calle de la amargura. Él, con su sorna gaditana, manifestaba su hartazgo pero me quería, nos quería y eso se notaba. Tanto se notaba que cada vez que tuve que ir a donde no fuese él siempre me sentí a la deriva. Tal vez aún hoy. El caso es que el señor que muestra su rostro en el reflejo parece cansado y mucho más viejo. Ni siquiera pareciera saber disimular las arrugas. Surcos grises oblicuos que caen desde los ojos a la comisura de los labios en una triste expresión que no es tristeza. Ni rastro de aquel niño nervioso. En cambio este ni se inmuta mientras su mente va viajando por lugares parecidos a los que en dos días después se van convirtiendo estas palabras.
El Corán hace su efecto y la soledad y la hora temprana de la mañana lo llevan a uno a dejarse llevar por cierto sopor que es más calma que otra cosa. Una pena que aflore menos pelo en esta cabeza por más que se asuma. Mejor no pensar en el que me falta por la parte que no se ve. Alguna broma sobre el pelado que lo venga a disimular y el viaje pendiente a Turquía, viejos clichés que uno saca esporádicamente cada vez que viaja a la peluquería.
De repente observo que en el delantal negro se observan muchas menos bolitas de caspa, será cosa del verano. Cómo pasa el tiempo. Era un señor mayor quien me pelaba y ahora lo soy yo para el que me pela. Pasa rápido la vida. Sin embargo, el milagro cotidiano de la visita al peluquero va ejerciendo su efecto y el espejo, de poco a poco, devuelve un rostro rejuvenecido.
Siempre me inquieta el momento cuchilla, envidio aún no afeitarme con cuchilla, pero da mucha pereza. Ellos son maestros, y es un arte. Cuánto esmero le pone, se lo hago saber, le digo que se nota que le gusta su trabajo, levemente me entiende, supongo. Tal vez mis palabras busquen ablandar su alma por si planea degollar mi yugular ante tal vulnerable momento, por una milésima de segundo, o tal vez varias decenas de ellos, mi tensión sube pero una vez más ha sido suficientemente cortés como para dejarme vivir. Para que luego digan que son todos unos terroristas.
Tras musitar varias palabras con el artista me hace saber que abrirá nueva peluquería, una más de marroquíes en tierras hispanas, que pensará Don Santiago de todo esto. Prometo volver a su nuevo establecimiento siempre cuando, digo yo, me perdone la vida. Yo, para entonces, según el espejo, seré más viejo. Pero él, también. Cosas de la vida