jueves, 20 de agosto de 2020

Compartiendo la belleza

 



Son las 7 de la tarde y el sol parece no querer golpear ya con tanta fuerza. La brisa, que saltó al mediodía de levante tornándose ligeramente molesta, ahora vuelve a hacerse imperceptible al tiempo que volvió a cambiar la dirección. Frente a mí, que ando recostado en la arena, se extiende todo un océano que entrando en otras aguas, se va haciendo estrecho. Será por eso, que la luz refleja y las aguas se hacen cristalinas, puras, limpias, como ajenas a otros males, tan cercanos, que incluso pareciera que esta ensenada  no es lugar para algas invasoras.  A mi vera, una pequeña embarcación pesquera, queda varada sobre boyas hinchables que le sirvan de camino de ida y vuelta hacia el mar. Alguien consideró que “La Guapa” era un buen nombre para su bautizo, y no seré yo quien le contradiga.

A mi derecha, hacia el oeste, se pierde esta ensenada en una punta conocida y respetada por los hombres de mar de la zona, es el cabo de Camarinal y, desde ahí, podría verse otro gran tramo de costa, ahora tapado. Para llegar al cabo por tierra toca sortear una serie de caminos serpenteantes que se pierden a menudo entre matorral bajo y denso como lentiscos o palmitos, cuando no entre conglomerados de aristas a veces cortantes que desaparecen dando lugar a un abismo que encoge el corazón a su paso. Si sigo girando desde mi posición inicial la cabeza a la derecha, como tornando al norte, aparece la Duna, así en mayúsculas, la más alta de Andalucía y monumento natural. Lugar de peregrinaje de demasiada gente que también tiene derecho a disfrutar de sus secretos, aunque estos se empeñen en perderse cuando llegan la marabunta. Tras la duna, un campo de pinos cuyas copas limítrofes con la duna y su avance son las últimas partes supervivientes de una muerte lenta, agonizante y segura. Enterrados vivos, no por ello el pinar deja de mostrar todos sus encantos.

Más atrás, majestuosa se levanta la Sierra de la Plata, coronada por la silla del Papa, areniscas propias de la zona, lugar de remanso y conexión para muchos escaladores de la provincia. Si seguimos girando nuestra cabeza hacia la derecha, vemos como el pinar se va extendiendo detrás de nosotros, justo donde acaba este ancho estero de arena blanca y se forman pequeños complejos dunares, que sirven de escondite y refugio para los días de más viento. Después, aparece el primer vestigio de huella antrópica desde que empecé el relato, ni más ni menos que las ruinas de una ciudad romana, que allá por finales del siglo II a.c. sirvió para que los romanos demostrasen al fundar Baelo Claudia haciéndolo donde lo hicieron que no debían ser muy tontos. Muy cerquita de las ruinas empiezan las primeras construcciones humanas modernas, que se reducen a tímidas y humildes casas y restaurantes, que parecen tener claro querer perpetuarse en el tiempo sin nuevas construcciones, ni grandes reformas. Más allá, a lo lejos, otra sierra, el Bartolo, que recuerda un poco a los montes de Dakota del Norte y uno espera ver bajar galopando a un Sioux, especialmente cuando reverdece tras el verano.


Vamos llegando al final, todo lo que veo ahora lo hago al mirar a la izquierda, se esconde la pequeña pedanía o aldea del Lentiscal, el pueblo de Bolonia, y acaba la ensenada muy a lo lejos, por donde casi deben de andar los baños de Claudia, piscinas naturales que se forman en las orillas. Vuelta al mar, camuflada Tarifa, lugar más meridional de Europa, cuya punta la pone la Isla de las Palomas. Vuelta al mar, tras el horizonte, las inconfundibles y familiares líneas difusas de otro continente, África, coronando, aquí, tan cerca, el Jebel Musa. Si la visibilidad es buena, veremos también Tanger y  otras líneas de sierras y cordilleras aún más hacia el sur. Vuela la imaginación, invade la paz, sobre una arena blanca, limpia, amiga.

Por estas razones, siempre, seguirá siendo Bolonia la mejor playa de mi mundo. Y sé que los piropos que no podemos contener vía redes sociales son responsables de que a las 11 de la mañana en verano la playa ya esté llena. Responsables de que pasadas las 21, se acumule sobre la duna más de un centenar de turistas con ganas de aplaudir a la puesta del sol. 

Por fortuna, uno sabe que si anda un poco, puede huir en parte del enjambre que tiende a andar poco y quedarse donde aparcó. En cualquier caso, se irá el verano, y volverá a ser algo más nuestra. Por otro lado, toca reflexionar también sobre nuestro nacionalismo egoísta que mira con malos ojos que los de fuera quieran disfrutarla, al tiempo que traemos todo tipo de halagos desde las vueltas de nuestros viajes para los lugares que visitamos. Gusta pensar entonces, qué pensará un vasco, un gallego, un madrileño, un catalán, un romano, un escocés, cuando se embriague con las sensaciones que este rincón del sur regala.

Siempre y cuando la conciencia nos lleve a cuidar y respetar como si fuese nuestro, que sea de todos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario