Son las 7 de la tarde y el sol
parece no querer golpear ya con tanta fuerza. La brisa, que saltó al mediodía
de levante tornándose ligeramente molesta, ahora vuelve a hacerse imperceptible
al tiempo que volvió a cambiar la dirección. Frente a mí, que ando recostado en
la arena, se extiende todo un océano que entrando en otras aguas, se va
haciendo estrecho. Será por eso, que la luz refleja y las aguas se hacen cristalinas,
puras, limpias, como ajenas a otros males, tan cercanos, que incluso pareciera
que esta ensenada no es lugar para algas
invasoras. A mi vera, una pequeña
embarcación pesquera, queda varada sobre boyas hinchables que le sirvan de
camino de ida y vuelta hacia el mar. Alguien consideró que “La Guapa” era un
buen nombre para su bautizo, y no seré yo quien le contradiga.
Vamos llegando al final, todo lo que veo ahora lo hago al mirar a la izquierda, se esconde la pequeña pedanía o aldea del Lentiscal, el pueblo de Bolonia, y acaba la ensenada muy a lo lejos, por donde casi deben de andar los baños de Claudia, piscinas naturales que se forman en las orillas. Vuelta al mar, camuflada Tarifa, lugar más meridional de Europa, cuya punta la pone la Isla de las Palomas. Vuelta al mar, tras el horizonte, las inconfundibles y familiares líneas difusas de otro continente, África, coronando, aquí, tan cerca, el Jebel Musa. Si la visibilidad es buena, veremos también Tanger y otras líneas de sierras y cordilleras aún más hacia el sur. Vuela la imaginación, invade la paz, sobre una arena blanca, limpia, amiga.
Por estas razones, siempre, seguirá siendo Bolonia la mejor playa de mi mundo. Y sé que los piropos que no podemos contener vía redes sociales son responsables de que a las 11 de la mañana en verano la playa ya esté llena. Responsables de que pasadas las 21, se acumule sobre la duna más de un centenar de turistas con ganas de aplaudir a la puesta del sol.
Por fortuna, uno sabe que si anda
un poco, puede huir en parte del enjambre que tiende a andar poco y quedarse
donde aparcó. En cualquier caso, se irá el verano, y volverá a ser algo más
nuestra. Por otro lado, toca reflexionar también sobre nuestro nacionalismo
egoísta que mira con malos ojos que los de fuera quieran disfrutarla, al tiempo
que traemos todo tipo de halagos desde las vueltas de nuestros viajes para los
lugares que visitamos. Gusta pensar entonces, qué pensará un vasco, un gallego,
un madrileño, un catalán, un romano, un escocés, cuando se embriague con las
sensaciones que este rincón del sur regala.
Siempre y cuando la conciencia nos lleve a cuidar y respetar como si fuese nuestro, que sea de todos.
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