Hay una ristra de días, semanas, meses y años que siguen
pasando; esforzados, empeñados, tozudos en no dejar de hacerlo. Hay una ristra
de propósitos que pierden sentido, que se convierten en una caricatura de sí
mismos cada vez que los descubres ahí, casi callados, clamando su espacio, casi
sin quererlo, casi sin creérselo. Hay una vida que cambia casi sin darnos
cuenta, donde la esencia se mantiene pero casi ya no cuenta. Hay un pequeño
niño- adolescente yo que pide que le hagan caso, aunque ya no sepa ni qué
decir. Y en estas la vida va transcurriendo. Hay un Ying, y hay un Yang, que no
saben muy bien quiénes son quién. Siempre en el mismo sitio, aunque en distinto
lugar, uno va perdiendo la valentía como si ya no fuera aquel. Casi sin darse
cuenta de que nunca será otro. Acaso, si nuestros viejos sueños, las vetustas
inquietudes, las antiguas disconformidades, se van oxidando, no querrá decir
que ya no merezcan un abrazo. No querrá decir acaso que estábamos equivocados.
En el universo de lo que se tiene que hacer vamos
extinguiéndonos, resignándonos dulcemente a lo que se supone que tenemos que
ser… y aceptamos. Aceptamos el giro aplastante de la rueda, como si esa rueda
dijese alguna verdad. Como si existiese alguna verdad.
En el universo de las cosas con las que debemos cumplir
nunca podrá, aunque nos engañen, eclipsarse la esencia de quienes
verdaderamente somos.
Así, de ese modo, darán igual los días, las semanas, los
meses y los años, nuestros viejos sueños, dudas e inquietudes seguirán inmersas
en aquel ADN que acertamos torpemente en llamar alma. Aunque lo olvidemos.
Seguirá siendo así.
Pero entre tanta marejada quedamos mareados, perdiendo
nuestra ubicación, sin saber ni por asomo muy bien qué hacer.
¿Cómo dar la vuelta a la tortilla? ¿Cómo romper la estúpida
rueda?
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