En algún momento de mi primer año de la carrera un libro de José Saramago cayó en mis manos, concretamente, La Caverna. En él una literatura absolutamente diferente a todo lo visto anteriormente por aquel joven lector de dieciocho años iba causando una extraña adicción que invitaba al romanticismo, la añoranza, la nostalgia, pero sobre todo a la reflexión. Indagando por recónditos rincones del alma humana aquel joven yo se iba enamorando de un mundo algo triste, pero real, sereno y profundo. A La Caverna le siguieron Ensayo sobre la Ceguera, uno de esos libros que marca un antes y un después en la vida de todo aquel que la mire con crítica mirada y ansias de vida. El Hombre Duplicado, Levantado del Suelo, El año de la muerte de Ricardo Reis, Ensayo sobre la Lucidez, Las intermitencias de la muerte...en los años venideros era pura pasión lo que sentía por el escritor luso. A cada nuevo libro que sacaba allí estaba yo devorándolo, nunca antes sentí igual pasión por la escritura de alguien. Incluso en mis primeras tentativas de escritor la prosa me fluía indefectiblemente con aromas saramaguianos, salvando los años luz, claro está.
Y a mi pasión por su prosa había de sumarse, no podía ser de otra manera, la admiración a su persona. Su compromiso, su lucidez, pero también su visión inundada por el pesimismo que brinda la realidad del que mira, precisamente, con lucidez. Pero Saramago era compromiso, y cuando por entonces emitían una serie documental titulada Voces Contra la Globalización en la que personalidades de la talla de Esquivel, Galeano, Samí Nair, Susan George o Saramago daban su agorero punto de vista sobre todo lo que debió acontecer después, allá que iba yo, inoculado por la necesidad de oír al sabio portugués. Y al sabio portugués, tuve la oportunidad de ver muy cerquita de mi casa de Granada, allá por el 2005. En aquella conferencia nos habló de la importancia de la escritura para aprender a pensar. El arte de construir con palabras, como el albañil lo hace con ladrillos, para crear los muros del pensamiento. Pasé entonces muy cerquita suya, y algo me empujaba a saludarlo, estrecharle la mano y profesarle mi incondicional admiración, pero la prudencia me hizo saber que aquello de poco valdría.
El tiempo pasó, crecí, me hice mayor, empecé a trabajar de profe y allá por el 2009 volví a devorar sus últimas obras, ya que entonces lo tenía bastante abandonado, Caín y el Viaje del Elefante, y algunos meses después, en junio de 2010 pasó lo irremediable, a los 87 años nos abandonó un hombre induplicable, no era una sorpresa, pero algo se apagaba con él. Me emocionó saberlo y le puse una velita pequeñita pero firme en algún recóndito rincón de mi lucidez que me ayudase a que tardase mucho en apagarse del todo.
Los años pasaron, y llovió una década, y las vueltas de la vida me llevaron a la isla que lo vio morir, y antes que eso vivir sus últimos dieciocho años. No he venido a Lanzarote a visitar su casa, ni siquiera lo tenía como plan ineludible, pero supongo que aquella vela ha sabido tomar la decisión de acudir al que ha sido un momento sagrado para un ateo, en casa de un ateo. La Casa Museo de Saramago en Tías debe ser una visita obligada para todo amante del Nobel que visite la isla. En contraposición con los abarrotamientos que colapsan el legado del genial hijo predilecto de la isla, César Manrique, o el PN de Timanfaya, tres modestas familias visitábamos la casa con una perfecta explicación, fruto de las palabras de su esposa, Pilar del Río, que se le regalan al visitante audioguía mediante. Fascina ver la sobriedad de una casa, hermosa y llena de coleccionismos, propias de una persona de alta clase, pero con la humildad de quien no necesita grandes opulencias para vivir. Sobrecogedora la historia entre Manrique y Saramago que habiendo concertado una cita para verse y conversar recién llegado el escritor a Lanzarote, un accidente truncó la vida del artista haciendo que ésta no llegara nunca a producirse. Hermosos los cuadros, algunos regalos de Alberti, otros de anónimos, otros comprados. Estremecedor oír al tiempo que se ve la cama donde moría sereno, tranquilo, natural, acompañado. Cercano compartir con los otros visitantes un café portugués en su cocina, tradición que siempre siguió la casa, y sigue manteniendo a día de hoy. Asombrosa la biblioteca personal de José y Pilar que alberga más de quince mil ejemplares y que tuvo que llevarse a otra casa aparte, colindante. Tierna la historia del olivo que Saramago trajo desde su tierra natal en Azinhaga en una pequeña maceta a sus pies en el avión y que hoy recibe, majestuoso, al visitante, símbolo de la Paz. Inspirador ver el sillón en su jardín tras la roca volcánica en la que se sentaba a otear el horizonte, la mar, y pensar. Romántico ver los pequeños detalles de aquella historia de amor tan hermosa que ambos vivieron.
Y en el tiempo que ha durado la visita, mis dos hijos, junto a nosotros, respetando lo solemne del momento...
El legado se ha respetado con la lucidez, serenidad y naturalidad que caracterizaba al maestro...podría sentirse orgulloso.