Llegando al mes de este
confinamiento, la cuarentena se nos antoja corta a estas horas y la ochentena
va ganando peso. La cordura aún reivindica su espacio y nos ancla a este suelo
que zozobra. Los días, que cada vez son más cortos y largos, se mimetizan
cansados los unos con los otros haciendo que la orientación temporal quedase
maltrecha hace ya unos cuantos soles. Y no nos quejamos, aguantamos, con
ingenio, con tranquilidad, con paciencia, con amor, con mucho internet. Vamos
construyendo esta embarcación que nos aísla de un mundo que nunca antes pareció
tan hostil, pero a mí, a estas horas, aún me llama más la atracción del
recuerdo de aquel mar y esa montaña que el miedo a este virus descontrolado. Y
es que si la mortalidad del dichoso virus es aterradora, más aterrador se me
antoja el miedo inoculado que empieza a paralizar a nuestra sociedad, y no me
refiero a la paralización obligada y adoptada bajo la responsabilidad, sino
aquella que se expresa vía redes sociales y que promete perdurar mucho más allá
de la propia amenaza del virus. Como si, de algún modo, la vida no viniese con
ese riesgo de serie, pareciera sobrevolar el ambiente un miedo desmesurado a la
muerte que nos recluya e impida vivir.
Leo en las redes a la gente
convencidas de que si de ellas dependiese alargarían el confinamiento hasta que
llegue la vacuna o haya cero contagios, como si eso significase que fuese antes
del 2021. Otra comentaba que estará en cuarentena hasta septiembre
independientemente de lo que se diga. Todo esto en Algeciras, donde la realidad
del virus no es la misma que en otros lugares mucho más castigados como la
capital, por ejemplo. No estoy diciendo que sea irracional tenerle miedo al
virus. El virus, al que la gran mayoría ninguneamos durante semanas entre
bromas, nos ha golpeado, de norte a sur, de este a oeste, de clase baja a clase
alta. El virus, le ha callado la boca a este mundo occidentalcéntrico que se
cree tan por encima del resto y que, desde su arrogancia y desprecio hacia la
capacidad de la sociedad china, se creyó inmune. Pero no, uno a otros hemos ido
cayendo, y ya sabemos cómo va la historia. Nos sobran motivos para tener miedo,
pero no más dosis de miedo que las racionales. No más dosis de miedo extra, no
más muros de miedos construidos sobre el miedo. Porque con tanto miedo
dejaremos de vivir, antes de que el puto virus nos mate. Bajo la sobredosis de
miedo permitiremos todo enclaustramiento o recorte de libertades que tengan que
llegar. Bajo la parálisis del miedo no acertaremos a entender los daños
colaterales de no buscar planes B al confinamiento. No entenderemos los daños
que, a medio y largo plazo, pueden golpear a la sociedad en su conjunto, con
los más pequeños a la cabeza. Si no entendemos que pueden y deben ir construyéndose
alternativas al confinamiento más severo conforme avance el tiempo y respetando
siempre las distancias de seguridad y los equipos de protección pertinente,
estaremos obviando los daños psicológicos que van a reproducirse del enclaustramiento
indefinido en el tiempo. No todas las realidades sociales son las mismas, y
aunque este virus no entienda de clases sociales, la cuarentena sí lo hace, y
no es lo mismo estar encerrados en unas condiciones que otras. Si no se empieza
a tener todas estas cosas en seria consideración y se entiende que países como
Francia o Alemania están llevándolo de otro modo, estaremos condenados a
recluirnos en nuestro propio miedo y a lidiar, tras este virus, con una
sociedad muy castigada a nivel psicológico, y eso, a mí, sí que me da miedo.